VII
EN tus manos los pueblos se verán a lo lejos
como un olvido entero de luciérnagas
y pasarán los trenes por los márgenes rubios
de tus ojos
y se irán los pasajeros de tus lágrimas.
Vengo del Norte,
ella es hija de un humilde sereno
que vigila las calles de la conciencia,
ella trae la sabiduría de cultivar crisálidas
sobre los multiformes pétalos del alma.
Necesitaré un río para cruzar a las comarcas
donde se compra el grito de la felicidad eterna,
necesitaré una mano que bote las voluntades
río abajo,
necesitaré una corriente favorable a los deseos
y un puñado de brisa que apriete las edades.
Ella se quedará aquí consolando a la ribera,
protegiendo el capullo de la vida,
devanando los imperceptibles hilos de la existencia diaria.
Me iré con la última luna del invierno
y volveré enseguida;
volveré con la fluorescencia del verano,
con el saúco mágico del que comen los príncipes,
con la genciana donde se tiñen los crepúsculos.
Volveré con el azahar nupcial donde la libertad es virgen
siempre.
Esperad en vuestros puestos,
detrás de este paisaje de voz medicinal
donde la muerte no tiene aniversarios todavía.
Esperad sabiendo que regresaré muy pronto
y que ella estará en medio de vosotros como un estambre fiel,
como una catarata de respeto.
Vengo del Norte,
me mandan los patrones de la melancolía,
me mandan los barqueros de lo inolvidable,
los sabios cirujanos de las desilusiones,
los curtidos carabineros del ensueño.