Para ser felices



Para ser felices no necesitábamos más que una mañana y un día de sol, con todo su espacio para que jugáramos. O una tarde de entera de lluvia o granizo. O una noche hermosa de frío, con fuego, y abuelos que hablaban como libros sabios, como nunca más. O una madrugada en la que parían las vacas del pueblo y todos estaban atentos y al tanto, como dueños fieles de sus animales. O un atardecer en el que volvían las lanchas y nos daban todo lo que no servía: quisquillas y pulpos, anémonas y algas y estrellas de mar.

Y éramos felices. Lo afirmo y lo juro. Bastaba una teja o un trozo de tiza o una novedosa chapa de botella o un trapo con el que taparnos los ojos o una calabaza para el carnaval o unos rodamientos para un carromato o botes cosidos a un hilo de vela que nos ensoñaban y nos hacían ricos y nos permitían escuchar y hablar. O un grillo sonoro al que camelábamos con agua y con hierbas, pero no salía, o un yoyó casero con unos botones de una gabardina o un saco de plástico que tanto servía como un buen trineo o la mejor sábana para algún disfraz.

Nos sentíamos libres y conquistadores de charcos y sebes y hasta casi intérpretes de la soledad. Nada nos faltaba, no sobraba nada, poco conocíamos, y lo suficiente; bastante y de sobra había al alcance: en una luciérnaga en pleno verano, en una pistola hecha con astillas o en la boya vieja cogida en la mar. En cualquier caseta sobre cualquier árbol, en cualquier madero que nosotros viéramos algún parecido con un gran caballo que nos permitiera huir y cabalgar.

Éramos dichosos, a todas las horas, ellas y nosotros, con solo reír, con solo jugar: al pincho, a las prendas, a la rueda-rueda, al “esconderite”, a las cuatro esquinas, a indios y vaqueros, o a rescatar; al corro, a la goma, a formar un tren, a saltar la comba, a la “pita” ciega, a correr con sacos o con las madreñas, a saltar la comba, al aro, a los zancos o a calentar manos o esperar el tiempo y verlo pasar. Y nada anhelábamos con más ilusión que una canica, un resto de tela para una cometa, un cromo o un lápiz o una perinola un trozo de pan. Felices, contentos, plenos y conformes, tal vez más que ahora. Mucho, mucho más.

El sino del hombre




Dicen que crece el hambre y sé que no es mentira, pero en mi tierra están las frutas caídas por el suelo. Y los huertos callados y olvidados sus lindes y abatidos sus muros. Nadie baja al otoño con cestos deseosos de bayas y sabores. Nadie prueba el almíbar de cada primavera ni recolecta el bien de sus libres arbustos. Tan solo la alimaña se regocija y nutre del festín opulento de la naturaleza. Apenas los más jóvenes conocen las espinas del erizo ni han probado la carne de los escaramujos. De pronto hemos pasado de la nada al exceso. Y ya no recordamos la humildad de las uvas ni el tacto del membrillo ni el fragor del saúco de acostumbrarnos tanto a fingidos productos.

Dicen que hay hambre y sé que eso es muy cierto. Aquí, a pie de calle, muy cerca de nosotros. Mas en cualquier paraje se pudren las ciruelas al borde del camino y las tiernas castañas y los piescos maduros. No apetecen a nadie las manzanas ni el higo ni las moras ni el apio ni el orégano tímido que perfuma el verano. Nadie mira las nueces ni recoge las guindas. Nadie aprecia el arándano ni el fértil avellano ni los solos madroños ni el rubor de los prunos. En mi región parece que nos sobra de todo o que aquello que abunda se desecha o se tira; y es más fácil comprarlo adulterado y falso. Y pisamos bellotas y añoramos su harina, descastamos el fuego y pagamos por humo.

Dicen que terminamos con todo lo que existe. Que es el sino del hombre. Que su instinto es así. Porque apenas cuidamos lo mucho que perdura con su verdad de siempre, con su paciencia inmune. Y me extraña que aún se prenda la luciérnaga. Y que sigan los cuervos con su vuelo de luto. Me admira que madruguen las ardillas y el sol y que canten contentos el raitán y el cuclillo o que ahueque la noche la insistencia del búho. Me asombra que nos amen el perro y el caballo y todavía nos cedan su lana las ovejas y que no hayan cansado las aspas de la brisa ni se hayan obstruido las arterias del mundo. Me sorprende que el cielo no se haya desplomado o que la mar permita que profanemos más sus túneles cobalto. Me desconcierta el hombre, a veces, con sus poses. Porque dicen que hay hambre, pero somos un péndulo entre miseria y lujo.
 

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