Noches buenas y viejas


Lo que más nos movía y nos entusiasmaba, como siempre sucede, era el tiempo de espera, la ilusión prematura, las calles con las luces de las grandes ciudades, los anuncios con pinos, trineos y nevadas. Lo que más, era el halo de bondad que brillaba en la luz de los días más breves de la vida, el frío que incitaba a estar en torno al fuego, el aroma a cariño y a paz y espumillón y nueces melancólicas que inundaba la casa.

Y también arrancar al almanaque antiguo sus últimas jornadas y colgar uno nuevo en la pared, debajo de la radio, con retratos de gatos en un cesto o la imagen de un santo o una virgen que derramaba lágrimas. Pegar en los cristales recortes de revistas: hojas verdes de acebos, estrellas y tambores, siluetas de montañas. Y encender pronto el árbol, aunque gastara luz, repleto de postales y motas de algodón y cantar villancicos, en vez de hacer deberes, desde por la mañana, aquel de aquellos peces que bebían en el río y el del chiquirritín, chiquirriquitín, queridito del alma y el del rín, rín, yo me remendaba, yo me remendé, aquellos de Belén y ángeles y campanas.

Y ver sobre la mesa tantas cosas tan ricas, sopas de ajo con pan duro y con claras; algún pez grande al horno, pescado por mi padre; un poco de jamón y algún fiambre y queso; compota hecha de pera, higos pasos, manzanas. Y partir el turrón, tan gordo y tan sabroso, con martillo y cuchillo. Y comer mazapanes que llegaban de Soto y espesos polvorones de aquellas grandes cajas. Y saborear la dicha de estar juntos y alegres (aunque fuera mentira, parecíamos siempre más contentos que nunca), y escuchar a Juanita, que cantaba las coplas de allá de Puerto Lápice, con zambomba y con palmas.

Y soñar que aún quedaban muchos días de fiesta y noches espaciosas de ir muy tarde a la cama. Y aguardar por los Reyes que aún estaban lejanos, cuyo perfil veíamos en cualquier sombra o nube, en cualquier astro claro del cielo inalcanzable, en cualquier rama seca con corona de muérdago. Y echar en los buzones los deseos imposibles escritos con remite en inocentes cartas. Y esperar. Lo que más nos gustaba, como ocurre a los hombres, era el preámbulo intenso, la agitación del antes, la ensoñación, la dicha de lo previo o lo núbil, la emoción imprecisa de la propia esperanza.



(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 21 diciembre 2011
Voz: María García Esperón
Música: Yiruma
MMXI

Umbral de diciembre


Quiero que vengas, madre mía, tú, a encenderme el umbral de este diciembre. Quiero que seas tú, con tus rasgos de luz, la que alumbre en las velas y en los limpios destellos mañaneros de la flor de la nieve. Que vengas tú a curarme la tos con tu resguardo, a librarme del frío de estas fechas vacías, a abrazarme detrás de una ventana mientras arde el silencio de la casa y el invierno ruge con su furia y fuera llueve. Aunque de nuevo me den miedo el relámpago y las tejas que rompen y los cables que aúllan y el chispazo imprevisto de los plomos y el gorjeo de la leche mientras hierve.

Que me dobles el borde de las sábanas y tantees la humedad que arroya en las paredes y recemos un poco en voz muy baja el padrenuestro antiguo, el que tú me enseñaste, y enrolles a mis pies la toalla y la botella, el papel de periódico y el ladrillo caliente. Y me pliegues la noche con la paz de tus fábulas y me pases, despacio, las páginas del sueño. Que me hables de aquellos años tuyos por los prados de Viodo en primavera y me mires dormir y me desees descanso y apagues mis zozobras y me beses la frente.

Y pongas tú en la mesa las cenas abundantes, los dulces escogidos, las frutas escarchadas y el tacto en los manteles. Quiero que vengas tú. Quiero que bajes tú desde la antigüedad de un villancico. Que surjas de entre el musgo, de un río o de una senda que cruzan los belenes. Que resurjas del irreal perfume de un palacio elevado, de la hondura de los pozos de agua, de un desierto imposible, del temple y la quietud de algún pesebre.

Ven y hazlo posible. Dibújanos el pino que te gusta. Amarra a esta nostalgia cascabeles. Escríbenos deseos y pámpanos y hojas de limón en los cristales gélidos del siempre. Caliéntanos las manos con cáscaras de fe. Ven, colócanos encima de la cama regalos y sorpresas. Haznos creer que resoplan muy cerca los camellos, que llaman a la puerta los pajes de los Reyes. Suelta la eternidad, abandona la estrella, cuando giren el mundo o la nada o el humo y mires hacia abajo y atisbes estos brazos, deja la inmensidad, desmóntate, detente. Quiero que vengas, madre mía, tú, a iluminar las bóvedas de este mustio diciembre.

(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 24 de noviembre 2011
Voz: María García Esperón
Música: Nightnoise
MMXI


Tiempo de narvaso



AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Es tiempo de narvaso y de garduñas. De nieve en los picachos prominentes. Y de jerséis de lana hechos en casa. Es época de pomaradas mustias y de noches desiertas y extendidas. De confiados raitanes que gorjean en busca de algún fruto y gorriones que añoran el verano y la grana. De abedules y pláganos que incendian el paisaje; de rubor de cerezos y guindales silvestres; de olor a tendejones y a esfoyaza. A desayuno, a pan sincero, a silabario. Y de humo de borrón entre la húmeda faz de la mañana.

Son días de una luz muy verdadera, definitiva y limpia, en el perfil del mundo y en la grandeza azul de las montañas. De una nitidez inusitada en la infecta rutina que nos engulle inexorablemente, en la voraz rutina en la que nadie apenas se detiene ya ante nada. De unos cielos muy altos, con brillantes estrellas, que nos asoman a nuestra finitud. Días que llegan como ya terminados, extrañamente untados en desidia y galbana. Y apetecen el calor del fuego más que nunca y la complicidad de unos visillos. Y el rumor del cariño a nuestro lado. Y el silencio encendido en las horas oscuras y sus lentas estancias. Se nos antojan más las costumbres perdidas, los sabores añejos, los recodos tranquilos, los seres que nos faltan.

Éstas son fechas aptas para acercarse a los recintos del pasado y adentrarse en los preludios del invierno y en las vigas antiguas y el vaho de sus cuadras. Y apropiarse de un cántaro de leche y cenar unos higos con pan blando y buscar en un cuarto algún resquicio inmune de la vida, alguna muestra viva de los muertos, de los años hermosos de la infancia. Y abrir viejos baúles, olvidados al pie de un lecho solo, tantear en los armarios los trajes y las felpas, el jabón y los lienzos, chocar con el perfume a romero y manzana.

Son momentos de levantarse pronto, muy temprano, y atrapar ese albor que jamás volveremos a asumir desde ningún lugar ni desde esta ventana. De caminar sin rumbo, bosque arriba, por entre la quietud de la resignación, por entre los nogales derrotados, por entre los helechos ya vencidos y los quitameriendas pertinaces, por entre la agonía de las zarzas. Instantes más mortales que otras veces, porque traen caducidad y límites, separación muy firme del sol y las cigüeñas, de pétalos y ramas.
(La Nueva España, 9 de noviembre 2011)




Sobre unas rocas


La he visto. Estaba en Ítaca.
Yo me iba de Corfú, destino
a Melos. Ella lanzaba conchas
a las olas, sentada en una roca.
No es fácil esperar. La mirada
se acaba. Pierde su brillo.
Pero allí sigue. Amarrando el azul
del Jónico al Egeo. Todo
dura en la vida y es eterno,
mientras somos capaces de admitirlo.

Usted seguro que ha sentido vergüenza alguna vez



Usted seguro que ha sentido vergüenza alguna vez

al decir que en su cuarto caía una gotera

o que su pobre madre le hacía el bocadillo

siempre de natas con azúcar -son cosas de la vida-.

Confieso que en mi casa el olor a humedad

era casi entrañable

y todos los domingos se comían garbanzos,

salvo en alguna fecha señalada.

Que lloré muchas veces por no querer llevar

los jerseys con coderas

o no tener un lápiz con enanito arriba.

Confieso que la ropa nos la daban los primos

que ahora son albañiles

y que nuestra familia se rompió por la herencia

de unos metros cuadrados de baldosas con taras -son cosas de la vida-.

Que, a escondidas de todos y hasta los siete años,

tuve el chupete debajo de la almohada.

Confieso que los míos son personas sencillas:

usted sospecha que hablo de un padre que no sabe

lavarse bien los dientes,

de una mujer que escribe con mala ortografía,

de unos hermanos fieles como la misma sangre

y una casa que huele, cada vez que entro en ella,

a las húmedas manos de la melancolía.


Confieso que he nacido donde hubiera elegido

por encima de todo cada vez que naciera.

Yo también masticaba la cal de las paredes






Yo también masticaba la cal de las paredes

en las tardes de agosto

y creía que sólo se moría en invierno

y no entendía por qué cada vuelta del mundo envejecía a mi madre.

Estuve enamorado de una araña grandísima que vivía en una grieta

de la puerta

y hacía competiciones de gusanos.

El cielo me parecía una carpa gigante

y cuando vi pasar los primeros aviones los ojos se me abrieron

como dos libertades.

Mi padre me enseñó a comprender el viento,

a predecir la lluvia en la piel de los árboles

y por eso he tenido siempre miedo al futuro.

De pequeño, además, yo quería ser gitano

para tener un burro, entre otras muchas cosas,

y caminar descalzo.

Pero la vida nunca acepta nuestros ruegos

y me gustó el latín no sé por qué motivo

y aquí estoy enseñando lo que a veces no entiendo.

¿Qué voy a decir yo de la palabra hombre?,

¿cómo puedo explicar que para que haya historia

hubo que desde siempre ir matando o muriendo?

Conseguí ser mayor y me quité estos vicios a pesar de mí mismo:

y me conformo y callo y voy tirando

y echo de menos mucho la araña de la grieta

y el olor de la cal me es como de familia.

Aprendí, como todos, a amar lo que no amo,

y a hacer, según la norma, lo que todos hacían.

Mi voz es el paisaje



Soy el desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo y el que todo lo tuvo.
Pablo Neruda

Mi voz es el paisaje
que va echando de menos
las cosas que he perdido.
He nacido en un pueblo
y en el anonimato.
Mi vida se resume en aquel calendario
de números granates
donde mi madre iba
apuntando los partos de las vacas
y visitas al médico.
Fui más feliz que pobre
porque quien no conoce la abundancia
valora las minucias y los pájaros.
Desde niño la hora de las gaviotas
viene siendo mi reino
y el mar un no sé qué
-eternidad dios alma-
donde muero un momento cada día.
Así me veo ahora
cuando ya las gaviotas no conocen mi nombre
y la higuera envejece sobre la sed del pozo.
Mi casa, mis amigos, los míos, los de nadie.
¡Qué pronto somos soledad!
 

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