Carta al verano


Desde hace muchos años, ya no eres el mismo, verano. Eres, humilde opinión mía, de las estaciones que más desencantó. El resto sigue con sus penumbras y su frío, con su desnudez, con sus días escasos y su poca existencia. No hablo más que por mí. Mas o a mí se me erosionaron los sentidos y las capacidades, o tú llegas cansado y decaído, desposeído de todas tus complacencias y tu luminosidad majestuosa. Tal vez podrás decirme tú lo mismo: apenas reconozco tu carácter, se te nota marchito, se te avista más quieto, te percibo extenuado. Es muy posible. Pero nada hay en ti que sea mío, nada mío que reserve para ti.
Me faltan las charcas, las libélulas, los juncos de las húmedas cunetas, los renacuajos, las culebras y los abejorros posándose en los brazos de los solidagos. Me faltan aquellos balagares con gesto de esperanza y el rumor de las lanchas viniendo hacia la costa y el inconfundible tufo de la brea. El enigma del horizonte, el púrpura de las dedaleras y el crepitar de los tojos y el trajín de los hormigueros. Los avisos sonoros del pájaro carpintero, los matorrales y las moras, los pescadores mañaneros, el calor del mediodía, la carnada atrapada entre las redes, las quisquillas resecas por la rambla, los chapuzones y el vértigo del muelle.
Me faltan vacalorias en torno a las bombillas y el calor de la noche; me faltan las mujeres sentadas a la fresca y los hombres de charla con su gorra visera y los muchos caminos que cerraron un día y que nos conducían desde la inocencia a la extrañeza y al vino del saúco y a las chozas secretas y a los primeros respingos de la carne. A tus piernas heridas por las ortigas. A los nidos vacíos de las cerricas; a las fresas silvestres, a espiar parejas tras los setos, a la pólvora de las verbenas emocionantes, al reencuentro de la pandilla, a los balagares recientes, a las higueras frondosas. No hay nada parecido, ni la claridad, ni el tacto de la brisa ni la profundidad del color del agua. Ni la fisonomía de los meses. Nada con las mismas fragancias. Nada con la misma estatura. Nada con la misma nobleza. Acaso, de ahora en adelante, tenga que ser así, acaso no exista más luz que la primera, más verdades que las hermosas apariencias del inicio. Acaso me duele envejecer. Tal vez, acaso.

(C) Aurelio González Ovies
la Nueva España, 30 junio 2016
 

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