Revientan en una ocasión y para siempre
Revientan en una ocasión y para siempre, pronuncian siempre por una sola vez, así con ese ímpetu, de esa única forma irreparable. Las palabras actúan al igual que las vainas de las legumbres, abren su cáscara, esparcen su grano y nos proporcionan deleite o amargura, nos provocan complacencia o náusea. Caben en una palabra sabores desvaídos, situaciones irreconciliables, afectivas fragancias descatalogadas, rostros en ruinas, animales que nos quisieron, sueños que nos rondaron y exquisitos venenos.
Hay palabras breves, pero cruciales, que duran estaciones, sinónimas de siglos, cordiales como un abrazo, cándidas como un soplo de apego y devoción. Palabras en las que entramos y percibimos el fresco de las mañanas originarias, avistamos los haces de una luz inocente por entre las rendijas de sus sílabas, percibimos la carcoma en los marcos de sus expectativas, de sus vencidas guarniciones, de su madera odorante. Palabras que nos dan en la cara como una telaraña poderosa y nos atrapan en sus ideas malditas y caducas.
Palabras que se asustan de sí mismas al oír la resonancia de su significante y huyen amedrentadas y no regresan más a la sintaxis ni a las fábulas. Hay palabras con el acabado de la belleza, como hechas por la mano de un artífice, que nos unen a la benevolencia y nos sugieren sosiego y pureza. Palabras curadas al aire libre que sólo emplean las generaciones pasadas en sus salmos nocturnos y comportan efluvios medicinales y milagrosas secuelas. Que no han salido de los libros e ignoran la polución del lenguaje, la enfermedad de la morfología y el dolor de las interjecciones.
(La Nueva España, 30-07-08).