Santa paciencia
Tierra, si algún día levantaras tu resignada superficie, si pudieras erguir tu espacio horizontal y dócil, mirarte desde lo alto de la luz, desde los pozos del infinito, apenas te reconocerías. Buscarías la cerrazón del bosque, la esbeltez de tus cumbres, la dirección de los caminos, el perfil de la vida, el lomo de tus páramos. Reclamarías el recorrido de los ríos, la profundidad de los abismos, las estancias y pastos del verano. Preguntarías por los enjambres y los lirios, por pomares y charcas, por sus frágiles juncos, por laderas y vegas donde bebían abril algunos gansos. Llorarías sobre los elevados taludes, sobre despeñaderos y barrancos, sobre la tierra de tu sangre, allá por donde el trigo refulgía, y brotaban las viñas y la espelta. Te abrazarías, abatida, al antiguo esqueleto de los espantapájaros.
Qué sagrados pulmones, aire, qué invulnerables conductos, qué obstinación y qué entereza. Qué lealtad, a pesar de la estela de las naves, del veneno de los experimentos, de los ácidos de los satélites, de la cerviz oscura y vanidosa de tantas chimeneas. Qué voluntad más firme la gratuidad de tránsito para aves y sol por tus dominios, la de tu generosa transparencia. Qué extensa tu humildad ante nuestros escarnios y nuestra tóxica codicia. Qué asombroso tu derroche para nuestros ultrajes y nuestra absoluta dependencia.
Sea el secreto de tus manos, agua, fuente de sed eterna, deseo de tu frescura en nuestra piel, placer tu suavidad en mi garganta. Nunca nos des del todo la saciedad de tu mineral jugo, de tu estirpe corriente y abundante, tan sólidamente necesaria. Nunca, no lo hagas nunca; déjanos siempre sequedad en los labios, hambre de tu derretimiento, avidez de tus brazos, apetencia de tus cántaros lustrosos y de tus presurosas cataratas. Ocupe tu personalidad la lluvia hermosa, caigan tus menstruaciones sobre los pueblos últimos, en las aldeas sin cauce de poder desmedido, bañe tu bendita presencia las cuencas de sus ojos, despéñense por tus cañadas sus legañas.
Fuego, sigue prendiendo. Purifica los daños con tus lenguas indómitas y tus cobras azules. Elévate con furia en las noches cerradas, danza vehemente con tus fauces de fiebre, cauteriza la faz del firmamento, inflama tu superioridad. Nadie diseccione tu fibra ni usurpe el calor imprescindible de tu simiente.
Amedrentadnos, de vez en vez, sin infortunios, con la escasez, con vuestra doblegada hegemonía, vuestra bravura al límite, incandescente. (La Nueva España, 24-02-10).