Mientras yo siga conmigo



Mi casa será la mía mientras yo siga conmigo, tenía un alto saúco que lindaba con el faro y predecía la borrasca y daba bayas sabrosas y en él se posaban pegas y veranos y noticias y el naranja del raitán. Y un prado muy inclinado con eucaliptos al fondo, donde conocí los grillos y la espadaña, el lagarto, el llantén y las ortigas y la ropa echada al verde, oliendo a luz y a verdad. Y sanjuanes que brotaban donde yo jugué de niño, en una senda de barro que luego fue carretera, sin baches y con asfalto, adonde un día llegó el agua y hasta la electricidad.

Mi casa será mi casa, aquella humilde parcela con un viejo lavadero y una tabla en que mi madre jamás se quejó de frío entre frotar y aclarar. Con balcones y geranios, plantados en latas, tiestos, al pie de aquella fachada que por agosto, a primeros, siempre había que encalar. Y grandes matas de hortensias que azuleaban –decían– por la tierra rica en hierro, teñida de mineral. Y unas dalias que bordeaban la huerta que nos brindaba cebollas, berzas, repollos, patatas y zanahorias y todo lo que otra gente adquiría en la ciudad. Y una higuera, unos manzanos y un columpio, entre su sombra, de cuerda y tabla que habíamos recogido de la mar. No tuve reloj de cuco, ni tenedores de plata, pero sí una infancia inmensa que duró una eternidad.

Y detrás, un gallinero donde tirábamos mondas y todo lo que sobraba, que no solía sobrar, y maderos apilados y un picadero de leña con el hacha en él clavado y un carretillo muy lento que chirriaba al rodar. Y estacas donde tender con la bolsa de las pinzas y un barreño siempre lleno de mudas, sábanas, colchas y fundas de trabajar. Y un chamizo con conejos y aperos y algunos trastos que iban dejando de usarse y se apilaban pensando que un día, seguramente, se podrían necesitar.

Nunca cerraba sus puertas, ni de día ni de noche, y jamás dejó de estar abierta al que se acercara. Había leche y había pan. Y olía a diario a cocido, desde bien temprano ya. Luego hicimos otra casa, más grande y cómoda y alta, pero en nada parecida a nuestra casa natal. Y en ella, para ellos era, fueron muriendo los seres que apenas tuvieron tiempo de disfrutarla unos años, tan solo sus años buenos, tan solo unos años más.

(C) Aurelio González Ovies
 

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