Epitafio


  Caminante, si cruzaras por Viodo, detente allí un momento, al final de un camino, entre los campos verdes y los muros muy blancos de un solo cementerio. Allí descansa el nombre de Luz Ovies Quirós, grabado sobre un mármol que atesora sus restos. Párate y en sus flores, aunque sea silvestre, deposítale un beso.

   Era una mujer calma, con manos como fuentes, con hondura de océano. De palabras afables, de paciencia bisiesta, resignada y con rasgos de doctrina en sus gestos. Una mujer corriente, de estatura pequeña, de apacible sonrisa, tan sencilla por fuera como humana por dentro. En ella estaban todos los puntos cardinales. La despedida triste, la ilusión del regreso. En ella yo miraba y, como un pescador atrapado en la noche, me orientaba en su cielo. Su perfil, horizonte; su voz, tierra muy firme; su fulgor, firmamento. Me dio el ser y la carne, los sentidos, la sangre y el aire que respiro. La llamaba mi rosa de los vientos.

   Le gustaba soñar con el mañana, tal vez porque su hoy nunca existió, quizás porque jamás pensó en sí misma, pues de tanto entregarse, ya no sabía hacerlo. Nunca cerró sus brazos, nunca guardó rencores, nunca envidió lo ajeno. Admiraba las frutas y las dalias, el cantar de los pájaros, el olor de la higuera y en otoño, decía, que le nacían olvidos en el pecho.

   Hace ya nueve años, pero en mi corazón es julio casi siempre, como si aún ahora le cerraran los ojos, como si todavía no fallara su aliento, como si desde entonces no transcurriera el tiempo de mi vida, o aconteciera desde entonces huérfano.

   Si pasas, caminante, no retrases tu rumbo, no es necesario que hables. Agradecía el silencio. Seguro que tampoco allí molesta a nadie, seguro que es discreta, querida entre los muertos. Deséale quietud y sigue tu trayecto.


 

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